Sociedad de sobrevivientes

Cada vez que escucho referencias a la teoría del trickle down (el goteo de la riqueza) me imagino a un bojote de moscas buscando desesperadamente un poquito de agua para poder sobrevivir, pegadas a las manchas de la humedad que se escurre por las grietas de una tubería. Igual nos pasa a los venezolanos, acostumbrados a buscar en las grietas la humedad del flujo de riquezas con las que nos equipó la providencia y ver de dónde sacamos para llegar a fin de mes.

De estas circunstancias salen las más inusitadas, efectivas e inorgánicas propuestas de “medios de producción”. La supuesta creatividad popular, real y verdaderamente creativa para la informalidad y la anarquía, inventa cosas increíblemente simples y productivas, como por ejemplo, el alquiler de celulares. Con uno de estos modernos centros móviles de comunicaciones (un par de celulares agarrados con una cadenita, pegados a un toldo más una silla), un conocido colectaba semanalmente lo que a mi, profesor universitario desde hace más de 20 años, me tomaba casi un mes para verlo depositado en mi cuenta.

Una vez en una cola, esperando para hacerle la revisión de tránsito a un carro que iba a vender, me puse a hablar pendejadas con el vecino. Me contaba que parte de sus “negocios” era comprar y vender carros, tu sabes, pa' redondearme el mes. Para mi mayor arrechera empezó a contarme los detalles. Compraba y vendía dos o tres carros al mes. Los compraba en Caracas a 5 millones viejos y los vendía en Barquisimeto en 7 o en 8 millones. Su “target” eran compradores de ese tipo de carros, menos de 10 millones, es decir, puras perolas y chatarras rodantes (para la fecha, un carro de unos 15 años de uso costaba cerca de 35 o 40 millones). Su verdadero esfuerzo era asegurarse que el carro-perol podía llegar rodando hasta Barquisimeto. Al multiplicar 3 carros (chatarras) al mes por dos millones y medio cada uno, en promedio, era más del doble de mi sueldo mensual. Más recientemente me encontré otro parásito social que en cada transacción de compra-venta, de las que hacía al menos una o dos al mes, se embolsillaba 30 o 40 palos con el único esfuerzo de pasear a las novias en el carro mientras lo vendía. Lo que me parece más increíble de todo es que, sabiendo esto, todavía yo siga dando clases.

Pero mis frustraciones personales no son realmente el tema que quiero discutir.

La permanente supervivencia a la que hemos estado históricamente sometidos los venezolanos es algo que, a mi juicio, ha moldeado nuestra actitud de un modo muy importante: en el fondo, siempre nos comportamos como unos lambusios. No hay oportunidad que no querramos aprovechar y cualquier actividad es buena para producir billete fácil. En ningún momento me he referido a producir o agregar valor a lo que se comercializa. La compra y venta (sin producir o agregar valor al bien transado) en nuestro país ha sido siempre tan productiva para las masas que si llegáramos a pensar inclusive en comprar el dinero y revenderlo, pues ya se nos adelantaron en el negocio. Recordemos sólo hace unos años la fuga masiva de monedas de níquel para fundirlas y vender el material (en los felices años noventa).

Semejante aprovechamiento del trickle down, de la humedad que se cuela por las grietas de la manguera mientras el chorro casi completo se nos escapa de las fronteras, es lo que nos ha condicionado para ver como atractiva la decisión de invertir en cualquier negocio sin sudar mucho, así haya que venderle el alma al diablo. Las cuestiones morales o éticas tienen un costo de inversión que se ha reducido mucho gracias a la “invisible mano del mercado”: la oferta sobrepasa ampliamente a la demanda. Así, por ejemplo, ayudamos a un pana a vender su carro a otro pana y en la transacción nos quedamos con unos 20 palos, como si nada; compramos Blackberries reconstruidos a precio de gallina flaca y los vendemos a precio de avestruz gorda, como si fueran nuevos. Nos quejamos y maldecimos el control de cambio, pero nos vamos a Panamá, Cúcuta o Aruba con 20 tarjetas de crédito para exprimirles el cupo y vender los dólares en el mercado negro; nos conectamos en un cargo gubernamental y nos llenamos con comisiones. El país, a todas estas, que se vaya a la mierda, yo estoy ocupado resolviendo la quincena y todo es culpa de Gobierno.

Nos hemos acostumbrado a simplificar el asunto de la corrupción pensando que es una exclusividad de los gobernantes de oficio, sin darnos cuenta que los cargos públicos son, apenas, una de las “áreas de inversión”. Por ejemplo, le inyecto vitamina B (que me cuesta 10 Bs.) a una vieja que quiere verse de quince y le cobro 200 por un “tratamiento de belleza”; compro bombillos halógenos a 10 bolívares y los vendo a 75; compro relojitos de moda en 15 bolos y los vendo en 125; le compro el queso al productor en 15 bolos el kilo y lo vendo en 45; compro el azúcar y la harina de maíz en PDVAL o Mercal y la revendo al triple. Vendemos todo al precio del “último que me queda” y se lo compramos al productor al precio del “último que te compro”. Ahhh, pero los corruptos son otros, yo sólo trato de sobrevivir en la crisis que ellos han creado.

Una vez un amigo me contó que tenía un remate ilegal de caballos. Cuando me dijo lo que ganaba al mes saqué mis odiosas cuentas y le comenté que eso era lo que yo gastaba en más de dos años de manutención, mientras estudiaba en la universidad. Mientras él hacía su trabajo yo hacía mi inversión para estudiar y graduarme, en las mismas fechas, durante los mismos años. Él se gastó los reales a manos llenas en whisky y mujeres mientras que yo apenas me gradué de ingeniero. Tanto estudiar, formarme y leer libros durante años para no poder encontrarle respuesta a la pregunta tan simple de cómo hacer para que el venezolano promedio estudie y gane menos que yo, en lugar de hacer billete con un negocio peorro y, además, rumbeando de lo lindo.

Tengo varias reflexiones y dudas para el cierre. Es muy posible que mi sueldo como profesor sea realmente una miseria. Pero esa “miseria”, junto con la otra “miseria” parecida del sueldo de mi esposa, nos ha alcanzado para lograr una estabilidad económica que nos permite vivir y criar a nuestros hijos con dignidad. Entonces las dudas: ¿Qué cantidad es suficiente para considerar un sueldo decente?¿Por qué hay gente que se queja de su situación económica cuando sabemos que gana más dinero que nosotros?. Si ganan más que nosotros y a nosotros nos ha ido bien, ¿Por qué carajo se prestan para transacciones ilegales o no éticas con tal de sacar un dinerito extra?¿Dónde está el límite de la ambición?¿Cuánto y cuáles son las necesidades reales de una familia?¿Por qué me pregunto yo todo esto?

Otra cosa que me preocupa un poco más, relacionada con nuestra actitud como pueblo: ¿Qué condiciones económicas, sicológicas, históricas o sociológicas hacen que nuestro país tenga un consumo tan elevado y desesperado de whisky, de Blackberries, de Toyotas, de ropa de marca o de cualquier basura consumible que se ponga de moda y que se vuelva indispensable en la parafernalia de incursión social? Coño, ¿En qué aparato tengo que estar montado o enchufado para disfrutar la sensación de ser aceptado socialmente?¿Cómo pudiera cuantificar o en qué consiste esa aceptación y por qué nos hace tanta falta?¿Qué beneficios o progreso nos trae en forma individual, a cada uno de nosotros los ciudadanos venezolanos, que somos capaces de construir colectivamente un mercado tan distorsionado e irracional que hace de la compra-venta de cualquier icono-basura un negocio rentable?

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