La banalización del argumento


Quizás sea una percepción exagerada de mi parte pensar o decir que hoy día las palabras parece que cada vez significan menos. Ahora se habla con tantas deformaciones y tantas exageraciones que el valor semántico de las palabras, el saborcito ese del significado, cada vez se disminuye más o se pierde en el sonido. Insisto, quizás sean sensiblerías mías. Por ejemplo, al escuchar conversaciones en grupo de niños o de adultos inclusive (desde los 5 hasta 40 años, varones o hembras), me abruma la frecuencia de “maricos” y “maricas” que utilizan así estén callados. La palabra es la introducción, el inicio y a veces el fin de toda oración. Es como el tono del fax para iniciar la transmisión o el pito del modem. La sintaxis es: “marico”-mensaje a transmitir-”marico”. Decir “marico-marico” es como no decir nada: estoy callado. No quiero entrar en detalles sobre el contenido (la sustancia) de lo que se dice entre el inicio y el fin, que ya sería tema aparte. Sólo con esto, ya hay suficiente banalización.

El simplismo, el decir algo por sólo decirlo, se ha convertido en la conducta normal, no importa donde estemos. La virtud de quedarse callado cuando no tienes nada que decir ha pasado a ser un síntoma de “aweboniamiento”. La permanente incontinencia verbal es probable que sea responsable de la poca conexión que hoy día se exhibe entre las frases soltadas y el uso responsable del cerebro. Cualquier pendejada se puede decir, con tal de decir algo. Y como cualquier pendejada se puede decir, cualquier pendejada se puede creer. Si nos acostumbramos a lanzar y a recibir sólo pendejadas, a no pensar lo que decimos ni lo que escuchamos, a no razonar sobre lo que percibimos, entonces nuestra capacidad de argumentación se disminuye y nuestra percepción de la realidad se distorsiona. Se aleja tanto como la simpleza de las verborreas que acostumbramos.

En el razonamiento que hacemos de la realidad privan la ridiculización y la simplificación de los argumentos, de modo que en los casos cuando algo nos perturba, ya sea por que no nos gusta, no nos place o no lo entendemos, se erupciona en una respuesta de pataleta desesperada, sin paciencia ni disposición para la reflexión sobre argumentos sólidos: todo es pura paja, aseguramos. Si no me favorece o no me gusta, entonces es mentira o es falso y me tiro en el piso a patalear. Terrible tendencia a resolver lo incomprendible o lo inaceptable de un proceso de cambios a punta de adjetivos y pataletas. Por otra parte, el rompehielismo, formas de inicio de conversación informal, de esas con las que hemos inundado toda el habla cotidiana, pasa a formar un componente importante del modelaje de opinión, justamente porque esa banalidad y ese simplismo permean y han sustituido a la reflexión profunda: se emite con facilidad y se acepta con facilidad.

El empleo consciente de la reflexión y el recurso de la memoria no permitirían el simplismo. La ausencia de estas pueden conducir con facilidad a una especie de percepción generalizada, banal, sobre un tema no banal, de esos que sí exigen profundidad de análisis. Tenemos por ejemplo, la gente se queja tanto del calor que ya aseguran que sienten el calentamiento global en la pechera, puros rompehielos que se convierten en conductores de opinión. Cualquier encuentro comienza con un “...uf, que calor está haciendo...”, así estén el Pico Bolívar, donde añadirían, “bueno, aquí mas o menos hace fresquito, pero el resto del país es un horno”. Tanto se lo repiten, con tanta insistencia y convencimiento, con tanta banalidad, que terminan creyéndoselo. Ya nadie aguanta andar por ahí sin el aire acondicionado, algún día los harán portátiles para peatones, especie de trajes espaciales atemperados con los que no sudaremos ni una gota. Por no sudar ni una gota nos volvemos incapaces de caminar una cuadra, preferimos pasar media hora movilizando y estacionando el carro con el aire prendido para evitarnos esa caminata. En lugar de arroparnos con una sábana a 22 grados, preferimos arroparnos con una cobijota de lana y pelos a 15 grados. El planeta y sus recursos energéticos que se vayan al cipote.

Otro ejemplo lo constituye el uso ligero de palabras que otrora tenían cierta densidad propia, encadenándolas a nuestra euforia y disparándolas como si fueran palabritas de todos los días. Es decir, si alguien mata una cucaracha ya hablamos de genocidio, si le das un coscorrón a un niño te acusan hasta de un crimen de lesa humanidad, y si te sacas una espinilla, entonces puedes tener las manos manchadas de sangre (por cierto). Que diarrea, como esas empleadas de tienda que le dicen “mi-amol” a todo el que pasa por delante. Si la palabra adecuada ya la tienen reputiada ¿Qué frase le reservarán entonces a su novio?¿Con qué palabras se quedan para expresar el sentimiento?¿Cómo hace el novio para creer cuando le digan “mi-amol”, si se lo dicen 5000 veces al día a gente que ni se conoce? A esta altura es probable que todo este planteamiento sea sólo un claro indicador de que ya me estoy poniendo viejo, que cuando joven yo hablaba del mismo modo y casi que con las mismas palabras. Es posible.

Lo que lamento entonces es presenciar la descomposición social a que hemos llegado por no haberse atendido aquellas fallas de las que hoy me quejo como nuevas, es decir, quizás si se le hubiera dado suficiente importancia en aquel momento, cuando mis amigos y yo hablábamos como jóvenes descarrilados, entonces, quizás, no tendríamos lo que hoy tenemos. ¿Seguiremos corriendo la arruga?

 

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