La economía globalizada y el tiempo

Un antiguo precepto del sistema financiero atribuido a Benjamin Franklin sugiere que el tiempo vale dinero: “Time is money”. Desde esa óptica que ciertamente presiona a la vida, el dinero se debe convertir en insumos de producción para que los dividendos obtenidos con esa inversión (no las necesidades cubiertas) compensen la depreciación que pudiera afectarlo con el paso del tiempo (tiempo-valor). Mientras que los bienes producidos por esa inversión, se suponen agregan valor y bienestar a la comunidad. La sentencia asume por contraposición que un capital aguantado en las manos de cualquier inepto se vuelve polvo y agua con el inexorable paso del tiempo.

En ese incesante producir de cosas, una vez que al menos se logra el objetivo de mantener el valor del dinero en el tiempo, cabe además esperar excedentes adicionales llamados “ganancias”, a las que todo verdadero inversionista aspira, de forma que su capital no sólo se conserve en el tiempo sino que se amplíe; se compense así un riesgo asumido con la inversión y se permitan entonces operaciones financieras de magnitud creciente.


El círculo dinero-tiempo-ganancia-dinero parece mover las ruedas de la geopolítica mundial y se asemeja a un molino de piedra que no parece detenerse. Fluye suave, como si nada. Aparentemente, cualquier acción que se realice o cualquier decisión que se tome para mantener este molino funcionando sin parar es aceptada y bienvenida por todos. Todos felices, y los más felices influyendo en las decisiones que los Gobiernos toman, en nombre de sus Estados y de sus pueblos, para mantener girando el molino cada vez más rápido. Mientras más rápido, mejor. No pareciera haber consecuencias perversas ni daños colaterales derivados de un planteamiento tan simple. Nos muestran siempre por la TV que todos parecemos felices.

Con el surgimiento relativamente reciente de importantes grupos de inversión a gran escala, formados a partir de la suma de capitales aglutinados de un gran número de pequeños inversionistas [1], la conexión entre un ser humano y sus ahorros de la vida, así como sentir que se posee un negocio productivo, se han reducido a un simple indicador numérico del valor de sus acciones o participaciones en alguna Bolsa de Valores. Gracias a la excelente ayuda de la tecnología, la computación y los modelos matemáticos, siempre optamos por la maximización en las ganancias. Los economistas han logrado presentar como equivalentes monetarios los beneficios de cualquier tipo de inversión, independientemente de que se esté financiando la producción masiva de alimentos o la fabricación de armas de destrucción masiva. Ambos son equivalentes en los números. Hoy día, la vasta mayoría de los alentables inversionistas realmente no sabe en qué demonios se emplean sus ahorros. Posiblemente tampoco pueda importarles o entenderlo, ya que el único interés de quienes hacen las inversiones es mantener o ampliar el capital; el objetivo es no ver diluir su pensión de vejez, por ejemplo. Da lo mismo que la inversión se haga en un negocio justo al lado de la casa, o en un país del que quizás no se sepa ni pronunciar el nombre, al otro lado del planeta. Con mucho de este dinero funcionan hoy día las grandes corporaciones trasnacionales.

Por otra parte, los desacuerdos que hoy se dan entre corporaciones y gobiernos se presentan en los medios noticiosos como conflictos entre pueblos, como es el caso de las compañías papeleras en la frontera entre Argentina y Uruguay, o entre el gobierno boliviano y las compañías brasileñas compradoras de su gas. Lo que aparentemente se muestra como un conflicto entre naciones es, en realidad, un conflicto entre corporaciones que utilizan a los gobiernos nacionales para ejercer presión política y hasta judicial, con el fin de lograr sus objetivos económicos [2]. En la mayoría de los casos, la instalación en países de centros manufactureros o industriales dependerá en buena medida de las facilidades que otorguen sus gobiernos para la explotación de sus pobladores, o que los negociadores dispongan del lobby (financiamiento) adecuado para lograr la aprobación de la permisología necesaria para el arrase de sus recursos, siempre con la argumentación pública de que la nueva inversión traerá “beneficios económicos apreciables para la zona y sus pobladores” [3]. México, por ejemplo, está lleno de islas marginales (rancherías de trabajadores) alrededor de las felices y prósperas “maquiladoras” que dan este tipo de empleo esclavista, según ese modelo de explotación que se ha pretendido imponer en el mundo, incluyendo a Latinoamérica [4]. Este novedoso tipo de conflictos entre gobiernos o pueblos que pretenden recuperar el control sobre sus recursos y las corporaciones transnacionales que se proponen arrasarlos y esclavizarlos se presenta entonces al mundo como interferencias inaceptables a la libertad de los mercados y al flujo de capitales. Un discurso que tiene la intención de forjar en la opinión pública la idea de que el progreso industrial y el avance de la economía globalizada es una tendencia natural e indetenible (y beneficiosa); que el asunto de los recursos naturales, el calentamiento global y la contaminación del ambiente se resuelven sólo manejando la producción con mucha “Responsabilidad Social” (la nueva frase de moda).

Pudiéramos incluso llegar a creer que este movimiento económico es de verdad indetenible y, sobre todo, natural. Sin embargo, hay claras evidencias que sugieren que la orientación que se le dio a un conjunto de políticas que se aplicaron en Latinoamérica -y en buena parte del resto del mundo- a partir de la década de los 80 y acentuándose en los 90, fueron consecuencia de la aparición en el escenario geopolítico de ese poder económico asociado a las corporaciones: la llamada “corporatocracia”. Poder este que es considerado como la más nueva y reciente forma de dominación imperial [5].

El proceso de privatizaciones [6] que se inició en Latinoamérica se fundamentó en una intención de organizaciones financieras internacionales (creadas como parte de la intención), principalmente el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), que propusieron el “saneamiento” de las finanzas públicas de un grupo de países que no parecían demostrar capacidad para administrarse por sí solos, así como la ejecución de planes de desarrollo a largo plazo que encaminarían a esas economías “deprimidas” hacia un supuesto futuro lleno de esperanzas [7]. Con este propósito se impulsó una serie de condiciones económicas y políticas que debían lograrse en cada uno de los países a los que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial suministraban los recursos financieros y la asistencia técnica [8] para que todo el proceso se consolidara.

A partir de 1980, Latinoamérica en conjunto pasó de tener una deuda externa de US$231,7 millardos (miles de millones: 109, en inglés billions) a US$795,5 millardos en 1999 [9], mientras que a nuestros países se les aplicaba una serie de medidas de ajuste fiscal recomendadas por los organismos señalados. Simultáneamente, se vendían (privatizaban) a particulares (capitales privados de inversión) activos nacionales que pertenecían a los Estados por más de US$180 millardos. Se suponía que la venta de esos activos públicos significaría la disponibilidad de fondos para pagar las deudas existentes y, lo mejor de todo, que los Gobiernos tendrían liquidez fiscal para acometer los programas sociales indispensables para mejorar el nivel de vida de la población, al liberarse de las cargas económicas que representaban unas empresas “supuestamente” ineficientes. En paralelo se irían creando las condiciones ideales para establecer el promocionado “mercado”.

Los argentinos fueron los primeros latinoamericanos sorprendidos. Su deuda externa pasó de aproximadamente $24 millardos en 1980 a $140 millardos en 1999, habiendo vendido activos en manos del Estado por más de US$44,6 millardos durante el mismo período [10]; es decir, casi el doble de lo que debían. Si en el balance se consideran además las “pérdidas” o “daños colaterales” como también los denominan los técnicos: la crisis económica – el famoso “corralito argentino”- toda la conmoción social, los estallidos de violencia y la represión, la crisis política que hizo cambiar a nueve Presidentes en 20 años, etc., el impacto de estas medidas constituyen un incalculable e irreparable daño a la Argentina y a Latinoamérica en conjunto. Justamente el quiebre de esta secuencia e inicio de la recuperación económica más reciente se dio con políticas de tendencia completamente opuesta, una vez que asumió la Presidencia el hoy difunto Nestor Kirchner.

La población argentina no entendía porqué su nuevo, promocionado y tan publicitado modelo económico los dejó en la calle, a pesar de que fue presentado al mundo como un ejemplo de prosperidad y auge productivo, logrado gracias a la aplicación estricta de las políticas económicas “sugeridas” por los organismos internacionales.

No sólo en Argentina sino en todo el mundo, las inversiones y ventas de activos públicos en general fueron precedidas por argumentos del tipo técnico-económico-financiero que auguraban mejoras de todo tipo en la prestación de los servicios (incluyendo la reducción de las tarifas), en compañías de servicios, cuyo control corporativo pasaría entonces a manos de capitales privados foráneos que sí iban a hacer un manejo limpio y eficiente.

El argumento principal presentado para justificar la venta de activos en propiedad del Estado, en beneficio de su compra por parte de capitales privados, consistió en asumir de entrada que la gerencia y la administración privada siempre es más confiable, rentable y eficiente que la pública. Al respecto, sería interesante conocer la impresión de los accionistas minoritarios de compañías como Enron Incorporated, Parmalat, o cualquiera de las “grandes” compañías multinacionales (corporaciones) de capital privado que recientemente han puesto en evidencia la cantidad de presumibles manejos dolosos, asociaciones fraudulentas y usos irresponsables e ineficientes de los recursos de sus accionistas, para favorecer económicamente a los grupos minoritarios que poseen el control de las empresas. Aunque parezca increíble, esta situación abarca todos los ámbitos, desde los de altísimo impacto global como la debacle del sistema financiero de los Estados Unidos en el 2008, hasta los del “inocuo” entretenimiento, como el todavía reciente escándalo por acusaciones de corrupción en la Federación Internacional de Fútbol.

Se supone que los Gobiernos asumen el poder de los Estados para formular y hacer cumplir las regulaciones que protegen a sus pueblos, a través de políticas públicas e instituciones que se desarrollan hoy en tiempos del mercado electrónico y de la globalización. Sin embargo, esta tarea se ha vuelto tan compleja que no se puede analizar ni diseñar enfocándola sólo desde una perspectiva puramente economicista, como si se tratara de un sistema cerrado. A la visión de los grupos orientados hacia el extremo de un puro interés social probablemente no les importe mucho o se ocupen de la rentabilidad de un negocio, del mismo modo en que a los grupos inclinados al extremo del interés económico no pensarán en tener consideración con aquellos que no paguen las facturas, ni se sentirán atraídos por inversiones que no sean rentables. Ambas perspectivas, pese a ser excluyentes, pudieran tener aspectos positivos que ofrecer, ya sea individualmente o combinadas. Aunque queda claro que para procurar el equilibrio entre las partes se requiere de una fortaleza institucional que no se crea de la noche a la mañana y que, en la mayoría de los casos, ni siquiera existe en buena parte de nuestros países. Afortunadamente, cada vez más, intervienen más grupos de interés diferentes en la diatriba pública.

Otro de los principales retos de estos tiempos es mantener el equilibrio y la imparcialidad dentro de actividades de producción cualesquiera o en la formulación de políticas públicas, ya que con frecuencia participan y se enfrentan grupos con intereses muy disímiles y con capacidades de fuerza y disponibilidad de recursos extraordinariamente asimétricos. Lo más común en la diatriba pública es la confrontación entre productores muy organizados, con un objetivo común y bien definido, haciendo frente a los consumidores dispersos y con intereses divergentes, poco relacionados entre sí. Uno de los objetivos entonces de la institucionalidad, de la estructura-Estado, es equilibrar las perspectivas; es facilitar los medios para que se tomen en cuenta las visiones que van desde las puramente económicas hasta las puramente sociales, pasando por las técnicas y las ambientales (y hacer que se respeten).

En un escenario globalizado es ciertamente complicado pretender la aplicación de un modelo económico y político diferente al dominante, sobre todo cuando se considera la asociación histórica entre el poder económico y el poder político, y la capacidad de influencia que puede lograr el primero sobre el segundo. En todo caso, la complicación central no se refiere tanto a las bondades que pueda ofrecer uno u otro modelo de producción, sea bueno o sea malo, sino a la desproporcionada capacidad de influencia y de recursos con los que cuenta uno de ellos en detrimento del otro [11], sobre todo, al momento de participar en la formulación de políticas económicas y/o públicas.

Hay mucha desinformación y falta de interés de la población por atender los asuntos que son de inmensa importancia para la vida y el sano desarrollo de la economía de un país. La democracia participativa delineada en nuestra Constitución (CRBV), es apenas una intención política que no se ha terminado de entender, ni de explicar.

Por ejemplo, un argumento utilizado en favor de las privatizaciones tiene que ver con la reducción de los costos asociados a los servicios públicos que fueron vendidos, suponiendo siempre las supuestas mejoras en la eficiencia que una buena gerencia privada lograría a corto o mediano plazo. Caben entonces varias preguntas. Si el argumento principal es la ineficiencia y las pérdidas de las empresas por falta de inversión ¿Cómo es posible ofrecer una reducción en las tarifas por un servicio a corto o mediano plazo? ¿Cómo se puede mejorar la operatividad de una empresa sin una inversión considerable de capital? ¿Cómo se puede pensar en hacer una inversión de capital sin aplicar una tarifa con la que se pretenda recuperar la inversión? ¿Puede la población pagar las tarifas requeridas para cubrir los costos de un servicio que se va a mejorar? Partiendo del argumento ofrecido, que las tarifas originales son ya deficitarias y esa es una de las razones para privatizar ¿Cómo es posible entonces mantener las tarifas, o más complicado aún, reducirlas? Resulta difícil tomar en serio argumentos de este tipo.

Si una empresa es ineficiente, típicamente es supernumeraria en empleados. Cuando se despide a un buen grupo de estos mortales ¿Adónde van a parar? ¿Quién asume el costo social de un desempleo masivo? La ofrecida reducción en las tarifas pudiera darse en el supuesto que se desarrolle un verdadero mercado competitivo, que obligue a los participantes a mejorar sus costos, pero, ¿es factible construir un mercado cuasi-perfecto, con verdadera capacidad reguladora? ¿Cuánto tiempo demora esto? Si hay una sola empresa de servicios operando, algo muy típico de nuestros países, ¿cuánto se demoraría en consolidarse al menos otra empresa similar que logre competir con la anterior en el mismo segmento de mercado? La empresa existente, ¿estará dispuesta a ver mermar su participación de mercado sólo por permitir la sana competencia? ¿O habrá que obligarla? ¿Hay suficiente fuerza institucional para hacerlo? ¿Cuántos actores deben participar en un mercado para que pueda considerarse sano y cómo aislarlo de las prácticas oligopólicas tradicionales a escala mundial? Finalmente ¿Qué pasaría con las tarifas de los servicios mientras se logra construir y consolidar el dichoso mercado en el que gobierna la mano invisible?.

Hay muchas preguntas sin respuesta.


Referencias:

[1] Reporte: El sector institucional en el área de la OCDE. Lecciones para los encargados de la formulación de políticas: “...Los fondos de pensiones y las compañías de seguros han sido tradicionalmente los inversionistas institucionales más importantes en los mercados de capitales de la OCDE, pero en los últimos años, el crecimiento de los activos de las compañías de inversión, especialmente de los fondos de inversión, ha sido aún más espectacular...” pag.14. (consultado en ago/2015). Se puede consultar el perfil de negocios, por ejemplo de The Vanguard Group o el de BlackRock (consultados en sep/2017).

[2] Ver por ejemplo http://www.rebelion.org/noticia.php?id=143728 o http://www.omal.info/www/

[3] Por ejemplo, se puede revisar un documental que examina el tipo de explotación inhumana que padecen los trabajadores de una serie de curtidurías instaladas en Bangladesh: https://youtu.be/Xim5sUGugNE (consultado en ene/2015)

[4] Existe en Internet una vasta bibliografía que soporta esta tesis; particularmente la visión sobre los efectos que ha tenido en México el Tratado de Libre Comercio de América del Norte TLCAN.

[5] Ver, por ejemplo: Hegemony o Survival. America's Quest for Global Dominance. Noam Chomsky. Owl Books 2004

[6] Venta de activos públicos, propiedad del Estado, a inversionistas privados.

[7] Las medidas económicas que conforman esta serie de modificaciones estructurales se conocen con el nombre de Consenso de Washington. De acuerdo con el diseñador principal de esas medidas, el economista británico John Williamson, el planteamiento inicial no se pensó como un plan político, aunque en la realidad, precisamente eso fue lo que ocurrió. Puede consultarse una interesante compilación de datos en el siguiente portal http://www.choike.org/nuevo/informes/1123.html (consultado en sep/2015).

[8] Interesante explicación ofrecida por un activista de estos planes: https://youtu.be/oh-j0icoz3o (consultado en sep/2015).

[9] Ver http://rru.worldbank.org/Privatization/

[10] Ibídem

[11] Ver The New Face of Capitalism en: https://monthlyreview.org/2002/04/01/the-new-face-of-capitalism-slow-growth-excess-capital-and-a-mountain-of-debt/  (consultado sep/2015).


Comentarios