El uso de las redes sociales y la violencia comunicacional


El hecho comunicacional tiene tantas aristas y tantas especialidades para el análisis que, en aras de resaltar sólo las ideas que quiero comunicar aquí intentaré orientar mis argumentos hacia lo funcional: sin ocuparme tanto del contenido de lo que se comunica, sino en los medios y formas que permiten esa comunicación. Los “medios de comunicación” son desde mi perspectiva una plataforma para enviar y recibir mensajes. El contenido de los mensajes es otro tema.

Quiero también aclarar de entrada que la violencia comunicacional tiene dos aliados invisibles: uno de ellos es la inocencia. Es difícil aceptar lo violentados que estamos, así se explique con ejemplos, datos duros, estadísticas, análisis de mensajes, nada. Es difícil aceptar que sea tan fácil y encima darse cuenta que ya estamos tan adoctrinados, como dicen. Cada quien cree que entiende clarito lo que pasa y que decide con libertad. El otro aliado es la facilidad con que se hace el rastreo y la facilidad con que contribuimos a que se haga, porque esa violencia no es agresiva; no, para nada. Al contrario, es tan sutil y suave que ni la notamos. Es violencia porque se mete sin permiso, nos agrede las ideas propias, se instala en la cabeza y después es muy difícil de revertir.

Una señal de alerta para el arranque sobre lo violentados que estamos es que muchos creen que las redes sociales son facebook, twitter o instagram. Se les olvida, o quizás no saben, que las redes existen desde que existían individuos que se relacionaban. Lo único que ha cambiado en el presente es que la mediación, ese sustrato sobre el que aparentemente funcionan las redes, se conduce ahora sólo a través de unos canales electrónicos, que vienen a ser el motivo de análisis para este escrito ¿Por qué? Porque esos canales tienen dueños e intereses, y además, esos dueños tienen unas motivaciones para estimular la comunicación y el intercambio muy diferentes a los que antes, ahora y siempre han servido para iniciar un diálogo o una relación ¿Cuáles son esos intereses? Veamos por partes.

La comunicación simplificada.

Dentro de las tantas simplificaciones que nos induce el ritmo de vida actual, una de ellas está en el lenguaje. Para poder seguir el ritmo y la velocidad de las nuevas redes de intercambio electrónico, la densidad semántica y la longitud de las oraciones se han ido desplazando desde la complejidad natural de la vida hacia la inevitable simplicidad y el resumen de una “etiqueta”. De forma tal que una sola frase corta o una simple palabra pueden y necesitan significar mucho más que todo un discurso (al menos, eso llegamos a creer). Una oración compleja se sustituye por dos o tres monosílabos, o dos o tres señas con las manos; o un emoticón. Un discurso visual de tres o cuatro escenas de pocos segundos intenta representar el contenido de toda una ideología. Por ejemplo.

Cuando aceptamos palabras o signos que en el uso convalidamos con muchos significados corremos el riesgo de quedarnos sin vocabulario, empobrecemos las habilidades de expresión, de pensamiento y de percepción, porque toda una complejidad y una diversidad la reducimos, por economía de neuronas y por comodidad, o por apuro, a una simple seña o a un símbolo. Los músculos que no se utilizan, se atrofian. Y lo mismo ocurre con un cerebro al que no se le exigen discernimientos, termina por comodidad empleando y produciendo con el mínimo de esfuerzos. Es decir, nos volvemos más vulnerables desde el punto de vista intelectual porque la capacidad de interpretación, análisis y razonamiento se reducen, se empobrecen tanto como nuestro vocabulario, en la misma forma en que se pierde el tono cerebral (o muscular, según la analogía anterior) que nos ayudaría a percibir los fenómenos de la actualidad con suficiente sensibilidad y juicio propio; con suficiente agilidad. Al final, tendemos a ser meros consumidores de razonamientos comprimidos, ya digeridos por otros, desplazados de nuestra habilidad para generar razonamientos. Permitimos, sin poder defendernos en algunos casos, que los demás nos inoculen con sus razonamientos.

El discurso cotidiano de intercambio social, compartido y permeado en estilo desde las redes, se convierte por comodidad y costumbre en una secuencia de signos gruesos, cuyos significados se solapan y no necesariamente llegan a describir en forma adecuada una situación compleja; de hecho, es imposible en la mayoría de los casos. En la medida en que un signo representa más y más cosas, o tiende a ser más grueso, es menos útil para describir una situación más detallada o compleja, porque se pierde la sensibilidad del detalle con las palabras finas (lo que sólo se logra con un lenguaje más especializado).

El habla y la escritura siempre han venido evolucionando desde señas o palabras toscas que representaban muchas cosas sin precisión, hacia palabras más refinadas que cada vez representan menos y son más específicas: desde las señales de humo que avisaban sobre un riesgo en la prehistoria, hasta la secuencia de unos y ceros para transmitir digitalmente una imagen exacta del enemigo. Un sistema de comunicación que promueve la simplicidad y la superficialidad en los símbolos que transmite limita la capacidad de percepción y análisis de los receptores sobre el mensaje que se comunica. Hagamos un ejercicio: juguemos mímica, para que nuestro equipo adivine el nombre de una película. Será sencillo comprender la diferencia entre comunicar una idea con limitados gestos corporales o con algunas de las más de ochenta mil palabras que registra el castellano.

Mientras menos palabras utilizamos, más limitados estamos para comunicarnos. La complejidad de una conversación cualquiera depende de nuestro vocabulario: del activo (palabras que se conocen, se comprenden y se utilizan en cualquier conversación); y del pasivo (palabras cuya escritura o fonía se identifica, pero no se maneja el significado). Se estima que al tener un vocabulario activo de entre 500 y mil palabras se pueden abordar conversaciones básicas y hacer frente a la mayoría de las situaciones en la vida cotidiana. Si pasamos de las 1.000 y hasta las 3.000 palabras, significa que el interlocutor puede mantener conversaciones sobre casi cualquier tema y se pueden describir y opinar inclusive sobre cuestiones abstractas, pudiendo llegar a un nivel elevado de complejidad. También se estima a partir de investigaciones recientes que los adolescentes en esta era de las comunicaciones electrónicas en masa y de las redes sociales e Internet utilizan alrededor de unas 200 palabras para comunicarse.

Estamos inmersos en una cultura del pensamiento superficial, originada en un estilo de comunicación con distracciones constantes y con una multiplicidad de tareas mentales simultáneas que dividen la atención y no dejan profundizar sobre ningún tema, según el efecto de lo que el autor Nicholas Carr llama una sobrecarga cognitiva. Al acostumbrarnos a relegar las tareas mentales y la memoria en la red, a consultar en lugar de memorizar o analizar, estamos cambiando el patrón de funcionamiento del cerebro por uno distinto al que teníamos cuando llegamos a la era de Internet. Veamos por qué.

El sustrato electrónico de la comunicación

Otra de las simplificaciones para adecuarnos al ritmo actual de la vida tiene que ver con la cesión del esfuerzo organizativo de una avalancha masiva de tareas y resultados que hemos dejado en manos de lo que llaman la Inteligencia Artificial. Ya no tenemos tiempo de organizar siquiera los libros en nuestra biblioteca personal. Es más, ya ni siquiera tenemos libros, ni discos, ni películas, ni agendas o diarios personales; ni tiempo para ir al mercado o tiempo para reunirse, tampoco nos queda tiempo para ir al banco; no tenemos tiempo para ir de paseo y nos resulta más divertido y mucho más lleno de detalles visuales montarnos en una visita virtual a un museo famoso o a un parque temático: más económico, más fácil y más rápido, sin tantas complicaciones. Los medios electrónicos de comunicación, una red cuasi infinita en términos prácticos de recursos y velocidad, nos tienen como apéndices, escudriñando los parámetros de nuestras vidas mientras nos mantiene ocupados en una distracción permanente.

El volumen y la velocidad de la información que se procesa en la actualidad sobrepasa la capacidad del procesamiento humano; es complicado hasta imaginárselo numéricamente. La gestión detallada y minuciosa de este volumen quedó fuera del control humano directo desde hace años. La automatización es la única herramienta para manejar tantos procesos a estos niveles y es, en este escenario, donde entra al juego la Inteligencia Artificial. Un concepto que puede resultar abstracto para muchos pero que en el fondo representa esa inevitable cesión de esfuerzos que mencioné antes. El conjunto de programas y aplicaciones para computadoras (software) es parte de lo que llamamos Inteligencia Artificial.

Prácticamente todo funciona hoy día con algún tipo de software. Lo que antes eran películas para cámaras fotográficas de Kodak, Fuji, Agfa, ahora es fotografía digital sobre software; las grandes librerías de antes ahora son de Amazon, Barnes & Noble, e inclusive, su principal oferta es de libros digitales, que funcionan con software; Disney tuvo que comprar a Pixar para sobrevivir; Blockbuster ni se compara con Netflix; Las disqueras mordieron el polvo de Spotify y iTunes; ya entre Skype, WhatsApp, Jitsy, Google Duo o Meet, Zoom, Telegram, no hace falta recordar aquello de las llamadas de “larga distancia”. Prácticamente todo ha sido sustituido por manejadores de software. Ni hablar de las aplicaciones técnicas con las que se resuelven diseños de forma autónoma, o los sistemas de reconocimiento facial, de voz, o hasta del sentido del humor, analizando automáticamente la velocidad con la que tecleamos una entrada en el navegador. Los servicios financieros y de banca personal, la maquinaria industrial de producción, las cosechadoras que guían su recolección por GPS. Este artículo seguramente se está leyendo gracias a un software de lectura.

La cesión ya casi involuntaria y obligada de esfuerzos hacia el software conduce, sea por comodidad o hasta por imposibilidad de hacer tantas cosas, hacia la automatización de nuestros procesos. Cuando cedemos nuestros espacios, también cedemos la supervisión y la administración de los parámetros que rigen nuestras vidas. Y sí, aunque la oración suene como un repugnante cliché tecnológico para asustarnos con monstruos orwelianos de ciencia ficción que nos controlan, y aún cuando no entendamos lo que ocurre, la inocente frase no deja de ser terriblemente literal. Nuestra dirección de domicilio, nuestros teléfonos, cuántos somos en la familia, qué comemos, nuestras cuentas bancarias, nuestras finanzas, nuestros horarios, nuestros trabajos, nuestros hábitos de consumo, nuestras preferencias, nuestros intereses, nuestras debilidades, nuestros deseos, nuestra instrucción, nuestras afinidades, nuestras frustraciones, nuestras dolencias médicas o psicológicas, nuestras relaciones. Sí, también las de nuestros amigos, nuestros “contactos” y todas las cosas que mencioné antes que pertenecen a nuestro mundo privado, pues también le damos acceso a los datos de nuestros amigos, a todos esos que tenemos añadidos en nuestra lista de contactos. Es increíble, pero el acceso a toda esa información lo tenemos en la mano.

Los celulares inteligentes tienen sensores de movimiento. Me servirían por ejemplo, para saber si una persona está empeorando su condición médica después que fue diagnosticada con Parkinson. Parece muy útil una aplicación así, hasta la aplaudo. Pero eso es sólo una parte de lo que nos enteramos que se puede hacer con un celular. Justamente lo que no aplaudiríamos son las cosas que no sabemos que se pueden hacer, pero se hacen, como por ejemplo utilizar con fines comerciales los registros de toda la lista de cuestiones privadas que mencioné antes. El sistema de posicionamiento global GPS que también tienen los celulares sirve para encontrar personas cuando se pierden en la selva, pero también sirve para rastrear los sitios por donde me muevo durante el día, frente a qué vidrieras me detuve a contemplar, cuántas personas de mi lista de contactos me encontré, cuáles son mis relaciones financieras con cada una de ellas, qué capacidad de pago tengo y cómo reacciono frente a una oferta que me llega por correo electrónico (y lo que comento se puede captar por el micrófono); cuánto gasté en el supermercado y cuánto me queda en el banco, qué hijos de mis amigos o vecinos llevo o traigo al colegio (todos tienen celulares desde que nacen); qué tipo de comunicación tengo con personas ajenas a mi núcleo familiar, qué tiendas frecuento, cuán nervioso puedo estar frente a una situación que me rodea (recordar los sensores de movimiento); a qué género de lectura o cine soy aficionado.

El teléfono celular es el invento más útil de los últimos tiempos para hacer estudios de dinámicas sociales, de cualquier tipo, porque son recolectores permanentes de datos desde las personas que los arrastran como apéndices inseparables, durante las 24 horas del día. Antes, los científicos sociales pasaban trabajo recolectando datos de encuestas o haciendo inferencias sobre medidas aisladas; hacían magia para sus estudios. Ahora, para no desbordarse con tanta información y poder procesarla necesitan también de aplicaciones de software que automaticen las tareas y les ayuden a controlar la infinita avalancha de datos.

El seguimiento que hoy día se hace de las dinámicas y de las relaciones humanas es tan fino; dispone de tantas oportunidades para experimentación, con tantos elementos medibles, rastreables, combinables, relacionables, comparables, controlables; se han creado patrones de identificación, reconocidos y ajustados para cualquier respuesta social, económica, cultural, emocional, características fisionómicas, movimientos corporales y para tantos otros elementos, que prácticamente se puede asumir con total resignación que todo en este mundo está ya extensivamente registrado, estudiado y parametrizado, modelado; aunque nos cueste aceptarlo o entenderlo. Y lo más encantador de todo el proceso es que somos nosotros mismos, fascinados con el empleo a diario de la tecnología, por nuestra propia cuenta y hasta emocionados al hacerlo, quienes les hemos venido y seguimos regalando datos, dejando rastros de comportamiento al sistema de recolección omnipresente de las TIC (Tecnologías de Información y Comunicación) y su gigantesca capacidad de indagación, de forma que pueda disponer de toda la información que necesita para reproducirnos como una manada y lograr anticiparse con precisión a cómo nos comportaremos y cómo pensaremos. Mientras más dependamos de artilugios, interfases, interconexiones, dispositivos inteligentes, artefactos electrónicos, etc., con más facilidades para mejorar “nuestra” comunicación, facilitar nuestro día-a-día, y aumentar la interacción hombre-máquina, más posibilidades y recursos tendrán las TIC para aprender sobre nosotros y más fácilmente nos podrán gestionar como masa. Estemos o no estemos organizados. Estemos o no estemos conscientes. Los ansiados apéndices electrónicos que nos ayudan a resolver la vida son, en realidad, efectivos recolectores permanentes y omnipresentes de todos los datos y relaciones de nuestra vida.

Estamos montando sistemáticamente la gestión cultural, empresarial, educativa, de entretenimiento; el manejo de toda la dinámica económica mundial y el procesamiento de casi cualquier movimiento humano sobre la “inteligencia” de la red de redes; y además lo hacemos de forma voluntaria, entusiasmada, individual, agregada, por decisión personal y a conveniencia de cada uno de nosotros, quienes finalmente adoptamos las herramientas como salvavidas, porque en semejante ritmo es cierto que nos facilitan el día-a-día, y porque ya casi no es posible llevar una vida normal sin estar conectados de alguna forma, supervisados permanentemente, montados en la ola de las redes y su encanto.

El orden de los factores sí altera el producto

Combinando las dos situaciones descritas antes: la concentración de significados en pocos signos, junto con la posibilidad de lograr una difusión instantánea y en masa a través de los medios electrónicos, llegamos entonces al núcleo de la amenaza. Tal y como lo mencioné antes, los canales tienen dueños e intereses, y más que estar interesados en que nos comuniquemos, están interesadísimos en que consumamos. Esa es la lógica subyacente a todo esfuerzo financiero y tecnológico que se haga para aumentar las posibilidades en todos los canales por los que supuestamente nos comunicamos mejor.

La velocidad de transmisión de significados y la densidad de estos significados, concentrados en extensos discursos simbólicos comprimidos, que llegan uno tras el otro, sin pausa y desde prácticamente todos los espacios de la sociedad, hacen que en una lluvia de mensajes la disposición al análisis detallado sea natural y biológicamente imposible. La mente humana se satura y la defensa natural a esa agresión permanente es la superficialidad; la supresión de los sentidos y de la atención. Nos volveríamos locos si ahondáramos en toda la información que nos llega. Nuestro subconsciente lo sabe y por eso nos bloquea los sentidos; los administradores de la red también lo saben y por eso aumentan la velocidad. Nuestra psique queda a merced de quienes administran los mensajes y controlan la velocidad y el volumen de los canales de comunicación. Por eso, quien controla los contenidos que se comunican, también fabrica las sensaciones que construyen nuestras experiencias. Nuestro juicio usualmente es empírico, depende de nuestras experiencias, de nuestras percepciones, así que quien controla el mensaje que llega a nuestros sentidos y prefigura nuestras percepciones, pues termina controlando nuestro juicio. Por ahí nos violentan. Aquellos que administran los canales de comunicación saben que la clave está en ese manejo: en la selección de los mensajes que interesan para conducir el juicio hacia respuestas que soporten el consumo de productos e ideologías.

Con la vida en la red estamos modificando la percepción de la realidad sobre la cual la humanidad construye su mundo. Recordemos que quien administra la información, es quien domina nuestra memoria colectiva y controla las opciones sobre las cuales cuestionamos lo que nos rodea. Nuestra mente vive en la red y de la red, ya forma parte de la red. La red es la nueva realidad. El dueño de la red es el dueño de nuestras mentes.

Por ejemplo, otra señal de alerta sobre lo violentados que estamos y posiblemente ni cuenta nos damos, es que con esta situación sobrevenida de la pandemia por el Covid-19. En el discurso con que nos han inundado por todos los medios se habla de mantener un distanciamiento social, cuando en la realidad lo que hay es un distanciamiento físico. Las relaciones sociales posiblemente hayan aumentado con la pandemia, por la fuerza, porque ahora estamos casi obligados a relacionarnos socialmente con personas a las que antes le dedicábamos apenas algunos minutos al día, aún estando en la misma casa. El hastío también nos provoca relacionarnos socialmente con viejos amigos, fastidiados todos de ver televisión y las paredes de la casa, terminamos revisando los “contactos” (así se le llama a la gente ahora), llamándolos por teléfono o por Internet y socializando con ellos como nunca antes. La cuarentena ha reducido el distanciamiento social, mientras que el discurso permanente nos indica que debemos mantener el distanciamiento social ¿Con cuál discurso nos quedamos?

Cómo funciona la violencia comunicacional

Al menos tres elementos funcionan y se aprovechan simultáneamente: la prevalencia del discurso concentrado de símbolos que no dicen nada y pesan mucho; la insensibilidad analítica y racional de los receptores por saturación; y, el conocimiento exacto y la administración de los canales usados para la difusión de los mensajes y la recolección de las respuestas.

La recolección de datos permanente y el ya profundo conocimiento de los parámetros asociados a las dinámicas de la sociedad permite a los sistemas de Inteligencia Artificial reproducir, anticipar y gestionar el comportamiento de la manada: a) permite conocer con precisión el mejor origen y la mejor velocidad de propagación para difundir un determinado mensaje; b) conoce cuál es la estructura simbólica más efectiva para transmitir ese mensaje, combina elementos que activan respuestas inoculadas antes junto a la complejidad mínima para que ahora se desestimule el análisis, mientras se estimula la reacción irracional e instintiva, preferiblemente aquella que asocia el mensaje con una amenaza a la preservación de la vida; y c) recibe y procesa las respuestas que se originan del mensaje

El resto es coser y cantar. Se diseña un mensaje cualquiera montado sobre un estímulo directo al cerebro primario, ese que nos ayuda a preservar la vida (aprovechando el trabajo previo), y se difunde desde los puntos que se consideran más efectivos. Luego, el mismo sistema de difusión, ahora recolecta las respuestas y ajusta los mensajes para una nueva difusión, con el objetivo de lograr un alcance superior. Es como una receta de cocina o un programa de computadoras, funciona igual a cualquier otro sistema de control, como el que mantiene fija la temperatura en una habitación con aire acondicionado, que prende y apaga el compresor cuando el termómetro se sale del rango que se ajusta en el termostato. Así de simple funciona, pero con la gente y la sociedad.

Las redes sociales son los medios perfectos para ejercer esta violencia, por efectivos y rápidos, porque además se han promovido y se consideran como los únicos que quedan para ejercer nuestra libertad de expresión. Esta imagen de pureza comunicacional es ya un gigantesco logro de la industria de la manipulación. Los mensajes se montan en lote por medios tan sencillos como un tuit, un meme o una grabación de audio/vídeo que se difunde, por ejemplo, en guasap (antes se hacía boca a boca, después por correo electrónico, pero las redes modernas son más rápidas). En Venezuela, el añadido del humor hace que sea hasta divertido montar un mensaje de catástrofe o desaliento, de esos que pasan como un chiste mientras dejan una gran sensación de angustia o frustración. Esa es justamente la idea, sembrar una angustia, un temor, un desaliento, una frustración sin que el receptor se dé cuenta, que no haya rechazo, que se perciba como un estímulo positivo y no se cuestione la veracidad del mensaje, sino simplemente, se acepte como válido. La estrategia es un bombardeo incomprensible para el consciente, pero que resuene en el subconsciente.

Otro ejemplo práctico: si me gusta la playa, porque le dí like a una foto del mar en facebook, pues todos los anuncios publicitarios que bailan en la pantalla tendrán algo del mar. Si encima soy chavista, pues me llegarán muchos mensajes de la oposición, pero redactados con palabras que me recuerden al mar y música de fondo con las olas ¿se entiende? La inteligencia artificial me conoce mejor que yo mismo, sabe de qué pata cojeo y cuales son mis debilidades. Conociéndome, prepara mensajes (para quien pague el servicio) hechos a la medida y me atosiga sin que me dé cuenta. Me sugiere música identificada con la oposición, productos, ofertas, todas vendidas en dólares, para que termine de aceptarlos como moneda común. No importa si los compro o no los compro, sólo es cuestión de sugestión y siembra simbólica ¿recuerdan los signos que mencioné al principio? Pues aquí es donde se cosecha esa siembra. La idea es bombardear a mi consciente con una jerga incomprensible, pero que se implante muy bien en mi subconsciente.

Así funciona la violencia comunicacional.

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