Papi, ¿Qué es la economía?

Con esta pregunta me llegó a la silla mi hija, un domingo en la tarde cuando apenas tenía 10 años. Tomé impulso y le repliqué: mejor hagamos algo, voy a aprovechar que también quiero organizar mis ideas y te voy a dar la respuesta por escrito ¿Te parece?

Ella aceptó la oferta y yo acepté el chance.

Así lo hicimos. Afanado me puse a escribir un cuento esa misma tarde y logré un texto que he ido modificando y añadiéndole cosas, de a poquito y con gusto, tratando siempre de utilizar un lenguaje para esos 10 lindos añitos. Al día siguiente le entregué la primera versión. Cumplí mi compromiso.

Lo que tengo a la fecha lo estoy separando en cuatro partes que iré poniendo en secuencia, una por semana (lo prometo). Comienzo con la primera, y espero que les guste tanto como lo que le gustó a ella.


Papi, ¿Qué es la economía? (primera parte)

Caramba, la verdad es que a esta hora nos queda como largo para explicártelo. Vamos a hacer algo, te lo voy a contar de a poquito, para que te duermas. Escucha con atención. Vamos a imaginarnos una historia...

Ese día amaneció. Nuestro amigo se estrujó los ojos y se desesperezó, estaba acostumbrado a hacerlo cada día, durante todos los días de su vida. A su lado estaban sus compañeros de tribu, su familia. Había aprendido junto con ellos que viviendo en comunidad, eran más efectivas las faenas de alimentación y la defensa del ataque permanente de los otros animales de su ambiente. Además, la crianza de los pequeños era compartida por todas las mujeres de la comunidad, mientras que él, junto con los otros hombres, cazaban y procuraban alimentos para todos.

Su vida consistía en ir tomando los recursos que la generosa naturaleza ponía a su disposición, era la divina providencia. Entendieron también que los recursos se iban agotando y, por esta razón, tenían que desplazarse continuamente en la búsqueda de nuevas fuentes con las que pudieran satisfacer sus necesidades. Por eso eran nómadas. Una vez que se desplazaban a otro sitio en busca de más alimentos, la sabia naturaleza se encargaba de recomponer y recuperar el sitio que abandonaban, de tal forma que, cuando eventualmente regresaran a un lugar antes abandonado, estaría de nuevo listo y recuperado para alimentarlos como siempre había ocurrido. Juntos, la comunidad y la naturaleza, formaban parte de un equilibrio en el que vivían y se movían.

En alguna ocasión, en uno de los tantos momentos de sociabilización que compartían en la tribu, a uno de ellos se le ocurrió una idea: ¿Por qué en lugar de movernos para encontrar los frutos, no cultivamos esas pepitas que tienen adentro?. Había notado en la orilla del río que, a partir de esas pepitas que estaban dentro de los frutos que comían se originaban nuevas plantas, muy parecidas a la original de donde caían los frutos. Dijo, además: una vez que tengamos suficientes plantas, tendremos entonces suficientes frutos para todos, por lo que no tendremos que salir a buscarlos. Aprendieron que podían plantar tantos árboles de frutos como necesitara su comunidad. Nació así la agricultura.

Pero este nuevo modo de vida implicaba también una serie de cosas nuevas. Había que permanecer en el mismo sitio mientras esperaban a que creciera la planta y diera los frutos. Pensaron entonces en construir casas mas resistentes y confortables que los nichos de viaje a los que estaban acostumbrados, con techos para resguardarse de la lluvia y cercas que mantuvieran alejados a los animales peligrosos. En este nuevo estilo de vida, en el que no era necesario estar permanentemente desmontando y montando un campamento, tenían más tiempo disponible para disfrutar de ratos de ocio en comunidad, en los que la conversación y la necesidad de registrar los hechos de sus vidas los llevó a garabatear rayas en el piso, las que eventualmente se convirtieron en la escritura. Había nacido la historia.

Un buen día, uno de los integrantes de la comuna se sintió cansado de utilizar sus manos para el trabajo en la tierra y decidió entonces cambiar esa acción de fuerza por una idea. Notó que, en algunas ocasiones, el resultado de los cultivos de su comunidad superaba las necesidades, por lo que había un excedente de producción. También notó -nuestro amigo era muy observador y además pasaba buena parte del día caminando por la sabana- que en las comunidades vecinas, en algunas oportunidades, las condiciones del terreno no eran tan favorables y entonces había una falta de producción de alimentos, lo que se traducía en hambre (déficit) para sus pobladores.

Las otras comunidades, usualmente, estaban en terrenos favorables para otros tipos de cultivos, o tenían abundancia de recursos que eran escasos en otras zonas: Había entonces abundancias localizadas de peces, árboles para construir canoas, palmas para los techos de las casas, etc.. Es así como nuestro agudo observador pensó en la solución para su cansancio: la yuca que le sobre a mi comunidad la voy a intercambiar por los peces que le sobran a la otra, de modo que mi comunidad tendrá los peces que necesita y ellos tendrán la yuca que les hace falta. Eso sí, conservo para mí una pequeña porción de yuca y de peces como compensación por mi “trabajo”. Nació así el gérmen del comercio.

Fíjate que lo que el observador describe como “trabajo” es una acción que no agrega valor a lo producido. Es decir, la cantidad de trabajo (esfuerzo físico) invertido para cultivar la yuca y pescar los peces no cambia, aunque la yuca y los peces ahora valen más para quien los recibe, debido a que de ambos se extrae una porción que va al comerciante como compensación por lo que él llama su “trabajo”. El valor total del trabajo por producir, tanto la yuca como los peces, se divide ahora entre quienes hacen realmente el trabajo y quien no lo hace: el intermediario (comerciante).

Este sistema de intercambios, denominado trueque, funcionó de un modo relativamente justo para todos. Además, era complementario, es decir, lo que una comunidad producía en exceso complementaba lo que otra comunidad producía con déficit. No parecía perjudicar a nadie porque se asumía que el intermediario al menos tenía el trabajo de cargar en la espalda los excedentes de una comunidad a la otra, trabajo por cierto, muy inferior al de producir los alimentos, sobre todo después que se descubrió la rueda. Este estilo de intercambio con mediación duró hasta que se hizo evidente que la compensación que recibía el intermediario por su mediación sobrepasaba con creces sus necesidades, es decir, estaba acumulando muchas riquezas a partir del trabajo de los demás. La comunidad se dio cuenta entonces (se educaron e informaron) que podían ahorrarse el costo y hacer ellos mismos el trabajo de la intermediación, llevando cada quien su propia mercancía e intercambiándola con otros productores, directamente y sin intermediarios.

Nuestro descarado observador percibió que su fuente de alimentos se había esfumado. Rápidamente activó de nuevo su inteligencia y pensó lo siguiente: puedo ver que hay confusiones por desacuerdos entre los productores por la magnitud de estos intercambios; mejor pongámonos de acuerdo y utilicemos un “patrón” común, una referencia, con la cual todos podamos encontrar un equivalente simbólico para el valor del trabajo, y entonces, todos podremos así intercambiar mercancías sin problemas ni injusticias. Si todos la aceptan entonces todos las utilizamos. Nacieron así las monedas.

El papel moneda es un instrumento que representa una capacidad de trabajo (un valor), es decir, cada moneda que yo te pueda ofrecer, a cambio por tus mercancías, representa una unidad (o cantidad) de trabajo que yo asumo como compromiso, y que pudiera devolvértelas mediante una mercancía equivalente, o como un equivalente de trabajo real. Inclusive, con monedas de compromiso equivalente de un tercer productor. Una moneda mía vale, por ejemplo, ocho horas de trabajo en la tierra, una bolsa de mazorcas de maíz, una jarra de leche o dos monedas de mi vecino. La equivalencia entre el valor real de las monedas que se emiten se llama hoy día “tasa de cambio”.

Pues bien, nuestro amigo observador rápidamente se dio cuenta que los excedentes de producción, es decir, las yucas y los peces que sobraban, se transformaban ahora en excedentes de monedas. En lugar de tener que cargar las yucas y los pescados, ahora cargaría monedas de menor peso. El terreno estaba listo para la aparición de los bancos (prestamistas), unas instituciones formadas por personas observadoras y muy hábiles.

Los bancos ofrecían a quienes tenían excedentes de monedas una pequeña comisión por utilizarlas, a cambio de hacer posible la producción de aquellos que no tenían capacidad para sembrar semillas (hacía falta una gran cantidad de semillas y ese intercambio era muy costoso, por lo que había que “financiar”, o prestar el valor de las monedas). Es así como los bancos cambiaban las monedas por semillas para que un productor las sembrara y cosechara los frutos. Luego, al vender los frutos e intercambiarlos de nuevo por monedas, se recuperarían las monedas iniciales más un excedente, valor agregado por el trabajo del productor y que se denomina ganancia. De ese excedente, el banco devuelve las monedas al dueño original más una pequeña comisión por haberlas utilizado (intereses o dividendos). Y toma para sí el resto como su ganancia personal. En este ejercicio, el único que trabajó realmente fue el productor. Pudiera aún pensarse que las monedas prestadas por excedentes de algún productor representan una forma de “trabajo” ahorrado. Pero, definitivamente, el que no trabajó fue el banco. La semilla de lo que hoy día se llama “capitalismo” estaba sembrada.

El productor, cansado de ver que el banco acumulaba y acumulaba monedas sin sudar una gota, mientras él se acostaba cansado todos los días, pensó en reducir la intensidad de su propio trabajo y decidió traspasárselo a alguien a quien pudiera convencer de hacerlo. Seguramente, nadie estaría muy interesado en trabajar mucho para darle mucha comida a otro, a cambio de recibir poco o nada. Nació así la esclavitud.

La “tasa de cambio” del valor del trabajo de los esclavos era muy pequeña: muchísimo trabajo a cambio de poquísimas monedas para apenas alimentarse, inclusive, por debajo de su necesidades reales. De este modo, los productores acumularon enormes cantidades de monedas, extraídas de un valor de trabajo esclavizado y nunca compensado. Los esclavos, principalmente hombres negros e indios arrancados de sus familias, eran amenazados y torturados sistemáticamente para que sólo trabajaran y no se atrevieran a reclamar la enorme injusticia de una miserable “tasa de cambio” por el valor de su trabajo. Así se han construido y se siguen construyendo los grandes imperios económicos.

Por otro lado, los dueños de los bancos comenzaron a notar que quienes entregaban sus monedas para que se las cuidaran, rara vez regresaban a sacarlas. Las mantenían guardadas durante mucho tiempo. A partir de la observación de este pequeño detalle, a nuestros hábiles amigos de siempre se les ocurrió una brillante idea: nadie sabe realmente cuantas monedas tenemos guardadas aquí, en la caja fuerte; hagamos algo, prestemos más monedas de las que tenemos y no le decimos a nadie. Cobramos la misma comisión por prestarlas, como si realmente las tuviéramos, y si alguien viene a buscar sus monedas le damos las de esos señores que nunca vienen a buscarlas mientras nos devuelven las prestadas. La economía se estaba complicando.

A dormir, que estamos llegando a la era industrial. Seguimos mañana...

El cuento sigue en la segunda parte

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