Japón y el tsunami


La verdad es que me resulta difícil hablar mal de una sociedad como la japonesa. Quizás no sea simplemente “hablar mal” como tal, sino más bien un cuestionamiento personal, como rayos de luz que me vienen a la cabeza, cuando intento encontrarle dimensión al enorme daño material que sufrió el Japón como consecuencia del tsunami aquel. Las consecuencias, además de las económicas, también tocan (más bien destrozan) a las ambientales, y es ahí justamente donde se desequilibró la balanza y se me prendieron los bombillos de las alarmas.

El tsunami arrasó la tierra, pero también se llevó por delante un complejo electronuclear perfectamente planificado y diseñado por mente humanas muy lúcidas, tecnólogos que consideraron todas las 325 posibilidades reales de contingencia y redujeron los riesgos de accidente casi a cero. Pues vino la sabia naturaleza y se cagó en las probabilidades, se atrevió a sacudirnos con el escenario 326 y nos jodió a todos.

La cantidad de agua radioactiva “derramada” al mar por las fisuras del generador en Fukushima y el tamaño del desastre ambiental que se ha provocado debe ser una cuestión para meditarla sentado. La información que antes ocultaron y que progresivamente ha ido saliendo a la luz pública, deja en evidencia lo miserable que son los complejos de producción de energía que sustentan este (más miserable) sistema de producción y consumo, para quienes es más importante mantener la calma de la población (entiéndase, imagen de la empresa) que el resguardo de su salud. Cómo será la vaina de catastrófica que el mismísimo emperador en persona, una figura casi mítica que se idolatra y que ni siquiera se sueña con ver de cerca, salió a recorrer los campos de refugiados y a darle la mano a todo el mundo, mientras los súbditos, en una suerte de iluminación transitoria e irreal, bajaban la cabeza en señal de respeto y admiración. La verdad es que la fe da para todo.

Lo que ocurrió en Japón es un encontronazo con la inmensa arrogancia del género humano, la misma que no nos permite reconocer en estas tragedias las consecuencias de un permanente desafío que hace la tecnología sobre los poderes indomables de la naturaleza; una tecnología que hemos montado en un altar. Con ella, cada vez nos sentimos más arriba de Dios; ya lo dejamos atrás hace rato.

Y que quede claro que este desastre no es sólo culpa del Japón. Para mí, este maravilloso país es una referencia obligada y respetada de desarrollo tecnológico, un bastión de ciencia que avanza en una sociedad que no comprendo mucho, pero que pareciera estar comprometida a futuro con la convivencia pacífica del ser humano. Ahora, si este desastre ocurre en ese bastión ¿Qué pudiera entonces pasar en otros escenarios menos ungidos?

Japón tiene otras deudas con la naturaleza (aparte de la gigantesca deuda pública). Me llaman también la atención los niveles de explotación, inclusive los tipos de explotación que hace Japón y su industria de los recursos de la naturaleza, comenzando por el mar. Cualquier documental tipo Discovery o NatGeo que muestre algún tipo de explotación dura siempre hace referencia a los “equipos” japoneses y sus eficientes métodos. Los balleneros más enconados son los japoneses, injustificables cuando ya casi hay ballenas sintéticas. Las matanzas de delfines es costumbre para una parte de esa sociedad  (Ver AQUI o AQUI). El uso de la energía, aunque pueda ser de forma muy eficiente, es monumental. Es decir, la pequeña facturita que la naturaleza le pasó al japón con el tsunami quizás se quedó corta, sobre todo después que desde ahí le vaciaron un río de agua radioactiva al océano Pacífico y, gracias a este experimento a gran escala y a las corrientes submarinas, veremos peces fosforescentes en las redes de pescadores de Chile o en la Polinesia.




Mi problema no es con el Japón, una sociedad de la que admiro varias facetas, como asomé al principio. Mi conflicto es con una despiadada raza humana que no comprende sus límites, que no entiende que es apenas una parte de un sistema que no le pertenece, sino que al contrario, le pertenecemos al sistema. Un sistema que no está ahí solo para que lo explotemos irracionalmente, como si todo fuera sólo para nosotros y no hubiera que compartirlo con ninguna otra especie. Ese ímpetu de colonialistas desenfrenados nos llevará a todos a la extinción como especie, tal y como ya ha ocurrido con otras cuantas que han sido eliminadas por nuestra acción.

El tsunami fue sólo uno más de otros tantos avisos.

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