Breve historia de un experimento bolivariano

Cada quien tiene su cuento y este es el mio. No me interesa discutirlo porque, realmente, lo que uno siente o percibe, simplemente lo siente y lo percibe. Y listo; no hay que discutirlo o justificarlo. Lo que sí puedo hacer es explicarme, porque es posible que no se entienda porqué lo percibo de esa forma. A eso voy.

Separo la historia en tres tiempos, para ordenar mis ideas y tratar de explicarme mejor. El primer turno tiene que ver con el cómo llegamos al experimento en 1998; después vendría cómo hemos transitado por la sala de partos y, finalmente, a qué estado hemos llegado. Insisto, es mi versión. Quien considere que no se parece a la suya o no crea lo que escribo, pues tiene la libertad de escribir la propia y así podremos leerla, para compararla. Es muy fácil andar por ahí pegando gritos sin argumentar ni justificar nada, pretendiendo que se tiene la verdad en la boca sólo por el hecho de gritar más fuerte o por creerse más instruido, informado o inteligente que el resto. Entiendo de argumentos, no de pataletas; y las prefiero por escrito.

Primer tiempo: Venezuela era un país demasiado chévere. Aquello era rumba pareja, la única preocupación era en qué sitio iba a ser la fiesta. Uno estudiaba gratis en tremenda universidad pública y luego se iba a Estados Unidos, a Inglaterra o Alemania a hacer un postgrado, para eso habían becas, contactos o hasta un buen sueldo de los padres. Era costumbre de algunos ir a Miami en cola desde La Carlota, aprovechando el tren de avionetas que salían a pasear los viernes en la tarde. También ir al pediatra o hacer mercado cada quince días allá, o la tradicional peregrinación "obligatoria" a Disneyworld de las vacaciones de agosto. Todo eso era "normal". Mira cómo nos veíamos.

Por si quieres ver el documental completo de Carlos Oteyza, dale aquí: Miami Nuestro.

Las discotecas estaban llenas todos los fines de semana, había una sola cola de carros desde Caracas hasta el Morro en Puerto La Cruz, y en Margarita no cabía la gente. Las empresas funcionaban al 100%, trabajo para tirar pal techo. Teníamos todo lo que se necesitaba y los servicios públicos eran una maravilla, nunca fallaban. En cualquier automercado conseguías FreshenUp, Pringles, Sirop, mantequilla de maní (perdón peanuts butter), leche Nido, Klim y MilkyWay, Era un ambiente sabroso, decía un amigo mio campaneando su güisqui, sin embargo, sólo lo disfrutaba un 15 o 20% de la población. El resto estaba comiendo mierda; a veces perrarina con KoolAid, trabajando como esclavos por sueldos miserables (lo del Koolaid es una metáfora, no te ofusques, aunque la cuenta que sacan los detractores está mal hecha, porque comparan el precio de un kilo de carne con un saco, de varios kilos de perrarina, es decir, esa cantidad de proteínas sí era más barata que un kilo de carne; revisa bien tu argumento). En este paraíso, lo único que “producían” las empresas eran dividendos, comprando espejitos con dólares baratos de la renta petrolera y vendiéndolos como si fueran joyas. Las mayores fortunas las hacían los comerciantes y los importadores, las grandes empresas eran simples armatostes con maquinarias obsoletas, súper subsidiadas por los amigos del Gobierno y regentadas por las familias importantes del país. Las transnacionales eran las que movían el billete gordo (igual que siempre, capturando renta) y el repele era para las locales. Las compañías de servicios estaban en manos de los profesionales que hacían los postgrados y/o de los inmigrantes que llegaron escapando desde la aguerrida y pujante Europa, esa de las democracias modelo, imperialismo parejo y las dos guerras mundiales. Así era la Venezuela que recuerda y anhela la oposición: la de PDVSA, la maiamista, la de Consecomercio, la de Fedecámaras. La que retrató sonriendo a Carlos Ortega en la junta Directiva de esa petrolera que tutelaban los gringos y que, por lo tanto, no constituía ninguna amenaza inusual o extraordinaria. Esa es la actual Sociedad Civil. El resto, sigue siendo la chusma.

Los hijos de la gente decente de entonces consumía más droga que conocimientos, eran nice y se parecían igualitos a Laura, la sin par de Caurimare. Se educaban con los vídeos de MTV. Cualquier imbecilidad sociopática, pandillas, malarias y cosas de esas, pasaba por travesuras de la edad, además, todo eso se arreglaba mandando al chamo a estudiar en el norte. Los hijos de los militantes de la izquierda, bichos raros en esa época, estaban abandonados a la divertida compañía de los hijos de los militantes de la derecha, mientras sus padres soñaban con ir al bloque soviético a filosofar sobre los modos de producción. Terminaron siendo más malandros que los otros, con el agravante de que sus “padres” estaban pelando más que el inmortal y no podían costear la rumba de sus amistades encumbradas. Es decir, se cultivaron en el resentimiento, por desclasados y pelabolas. Ahora, muchos son una mancha en la posición ideológica de sus progenitores; no se sabe cuál de los dos lados resultó peor.

En una Venezuela regentada por algunos complacientes (convertidos) pelabolas de izquierda, pseudo intelectuales arribistas y parásitos; y por un montón de patiquines de derecha, inútiles y adormecidos por la droga, fue en la que Chávez ganó las elecciones en diciembre de 1998. Qué cagada. Ese gorila paracaidista con cara de zambo vino montado en un discurso balurdo a cagarnos la fiesta; pensarían. Es capaz que termina siendo comunista, como dicen. Era comprensible que un tipo así, sin abolengo ni pinta de intelectualoide, despertara suspicacia y desconfianza en la parte "educada" de la población. Del mismo modo en que también despertaba un inusitado entusiasmo en la otra parte, esa que estaba arrecha con los intelectualoides y los de abolengo, porque no habían hecho un coño por mejorar el menú de perrarina con KoolAid. En ese momento, la opción por el cambio ganó la apuesta.

Segundo tiempo: desde el mismo día de la proclamación a la Presidencia en febrero de 1999, lo que ha predominado en la actitud de ese grupo de suspicaces, acostumbrados a poner las reglas, a tener el control de las masas y a conducir el flujo de la renta, fue la desobediencia a las reglas. Alguien dijo una vez que un fascista es un liberal asustado. El desconocimiento sistemático de la autoridad fue simbólicamente demostrado aquel 21 de noviembre del 2001, cuando el pajúo Presidente de Fedenagas, en un desafío público al Gobierno rompió la Ley de Tierras. Un show televisivo perfectamente digerible para esa Sociedad Civil enajenada y de paso alentador para la manada de dirigentes parásitos que siempre se habían encargado del trabajo sucio puertas adentro, ubicados en los puestos de mando que los verdaderos dueños de la renta les habían encargado para el circo de la democracia.

Desde el principio pues, lo que ha caracterizado la conducta de quienes se autodenominan de oposición, es no reconocer al Gobierno. Nunca lo han hecho. Y de lado del Gobierno, lo que ha predominado, es la permisividad y la falta de autoridad. Teníamos entonces en un extremo del escenario a la dirigencia de la oposición pegando gritos e insultando, pateando las instituciones y desesperados por recuperar un control que estaban perdiendo; y en el otro extremo, a un grupo de izquierdistas teóricos radicales y desfasados que utilizaban viejas mañas para intentar repeler las modernas guerras que se les venían encima (sobre todo en el nuevo espacio de intervención que era la incipiente Internet). En esas guerras internas lo que ganó fue la fuerza de un pueblo que, por primera vez en la historia, se veía representado por el líder de su Gobierno. Aunque la oposición aún no lo cree ni lo acepta. Para mí, el mayor parteaguas estuvo aquí:

En medio del escenario estábamos el resto: un grupo de profesionales que emergimos del Estado que se logró antes de la cuarta y que trabajábamos en serio por el país, junto a una población ansiosa por participar y también recibir porciones de esa riqueza que llegaba con el petróleo y que no veían; quienes desde siempre le hemos metido el lomo al país con un camión de sacrificios. Parte de lo que emergió de ahí traté de explicarlo antes.

En plena guerra no declarada, la propaganda masiva, agresiva y antigobierno de los extremistas de la derecha fue conquistando progresivamente la simpatía de los profesionales y de quienes tenían pequeñas empresas, de esa Clase Media extraviada de clase que siempre nos ha acompañado. Claro, al ir destruyendo la confianza en cualquier inversión y mermando la estabilidad económica, incendiando el país cada vez que se les antojaba, pues iban destruyendo progresivamente el mismo mercado del que dependían y con eso destruían su propia capacidad adquisitiva. El culpable directo era el Gobierno, decían (y se lo creían, tragando humo en el autosuicidio de las guarimbas). Desde el otro extremo, la torpe dirigencia de izquierda en el Gobierno, comenzó a llamar a sus panas izquierdosos “leales” para sustituir a los escuálidos en los puestos claves de gestión que abandonaban, dejando de esta forma al Estado en manos de una zarta de incapaces, irresponsables y corruptos que putearon las instituciones. Quienes hacía bien su trabajo fueron abandonando sus espacios por la rabia (primer error, por cobardes arrogantes) y quienes los asumían como salvadores, entraban felices para cagarla (segundo error, por ineptos). A pesar de toda esta confrontación estúpida y perjudicial para el país, en la que pocos asumieron la posición de defensa que les correspondía (por cobardes y cómodos), se han mantenido en el aparato del Estado profesionales de ambos bandos que logran trabajar bien en equipo y aún mantienen operando parte de las funciones; y siguen bregando por mejorar las cosas. Gracias a ellos es que no nos hemos terminado de hundir.

En paralelo a la confrontación anterior, un dineral sirvió para mejorar las condiciones materiales en buena parte de la población, esa que antes comía como los perros: una vez al día y perrarina con KoolAid. Lo único que se logró hacer desde el gobierno fue repartir mejor la renta petrolera, al mejor estilo de la Socialdemocracia (la que antes se esfumaba del país) y utilizarla para proporcionar al pueblo raso opciones que le permitieran salir de la pobreza por cuenta propia: vivienda, educación, salud, etc. Nada que ver con la estupidez esa de que nos habíamos vuelto socialistas y/o comunistas, sin saber siquiera qué era eso. La intención y el plan eran mejorar el nivel de vida de la gente, las condiciones materiales, para después ponerlos a pensar en su futuro; para sentarlos a discutir una opción socialista, pero con la barriga llena. Se trataba de ir resolviendo las necesidades básicas de la subsistencia para pasar luego a las satisfacciones intelectuales. Y eso fue exactamente lo que las masas hicieron: gracias al subsidio del gobierno, muchos desamparados se corrieron desde la franja inferior y pasaron a la franja media. El problema es que cambiaron completamente de clase, incluyendo la mentalidad de consumo y facilismo de la clase a la que arribaron, junto a la falta de compromiso que la caracteriza (Aquiles Nazoa decía que la clase media se medio compromete cuando medio le conviene). Los "transclases" comenzaron a extrañar los viajes a Disneyworld. Y en lugar de ponerse a trabajar por el país, a reconocer el gigantesco esfuerzo del Estado y actuar conforme a la exigencia del momento histórico, pues comenzaron a repetir el mismo discurso que habían sembrado desde el otro extremo: ahora, también eran “oposición”. La gente de los barrios de donde venían comenzaron a olerles mal.

Como si fuera poco con el conflicto que ya teníamos puertas adentro, y gracias a semejantes facilidades y programas de auxilio para las clases desposeídas, junto a un terrible descontrol sobre las fronteras, se vino al país una invasión de latinoamericanos y sobre todo colombianos, muchos de ellos campesinos desplazados de sus tierras que huían de la terrible guerra por el narcotráfico en nuestro país vecino; ese mismo, donde irónicamente el único riesgo es quedarse, según, aunque sea en una fosa común. Llenaron los barrios de las periferias en las ciudades y se instalaron con su carga de necesidades, huyendo para sobrevivir el infierno de donde venían, mezclados además con una invasión silenciosa. No sé si por comodidad, por complicidad o por el mismo miedo que los espantó desde allá, contribuyeron aquí a formar redes de apoyo en sus nuevos nichos, donde se anidaba cualquier actividad ilícita de esas mismas que los empujaron a huir desde su terruño. Es decir, aquí replicaron inadvertidamente las mismas condiciones de guerra y violencia que los obligaron a migrar desde allá. Y nos las sembraron a nosotros, que no las teníamos. Ahora, al peo de los venezolanos, Colombia y otros países del sur nos sumaban el peo de ellos.

Llegamos entonces al momento actual, a un punto de quiebre en el que el mismísimo titiritero mayor ha tenido la necesidad de ocuparse directamente de resolver el conflicto, para recuperar lo que siempre ha considerado suyo: las riquezas estratégicas de nuestro país. Si todavía piensas que en este maremágnum a los gringos les interesa recuperar la democracia y la libertad de los venezolanos, coño, mejor no sigas leyendo. No pierdas tu tiempo ni me hagas perder el mio. Sigo.

Los gringos se tienen que meter de frente porque a los payasos del circo local les han dado demasiado dinero para tumbar al gobierno y no lo han logrado, y cada vez están más lejos de lograrlo. Son tan ineptos, brutos e inútiles que cada vez que se acercan a la meta, terminan cagándola monumentalmente y retrocediendo, perdiendo más terreno. Así lo hicieron en abril del 2002, celebrando el “triunfo” antes de consolidarlo, y repitieron la cagada cuando ganaron la Asamblea Nacional y llegaron ofreciendo villas y castillos, que iban a acabar con el tirano, para quedar luego inhabilitados por pajúos; sólo por nombrar las dos ocasiones en las que más cerca han estado.

El Gobierno, que sí ha maniobrado de forma inteligente aunque lo califiquen de bruto, ha mejorado el control y sigue teniendo la fuerza, pero lo está haciendo al costo de un gran compromiso con los otros titiriteros del mundo: los rusos y los chinos. No sé cuál de los tres será mejor o peor. Sin embargo, con pura inteligencia y apoyo han desbaratado todos los planes de subversión que han armado y no creo que existan posibilidades de éxito en ninguna asonada. Pueden crear focos de incendio y malcriadeces massmedia, regaditos, pero al no tener suministros ni gente que los apoye, pues están condenados a fracasar.

Tercer tiempo. En todo este desastre, ¿qué nos queda? Creo que al menos distingo dos tipos de desesperación, según las diferentes series sucesivas de frustraciones que van de acuerdo con el bando que las padece. La frustración del bando chavista es una que se acentúa a partir de triunfos sucesivos en muchas elecciones, locales y legislativas, oportunidades en las que a un candidato “ideal” se le han entregado las esperanzas y la tarea inaplazable de mejorar las cosas, para después terminar descubriendo que está embarrado de corrupción e ineficacia. La desesperación es por el temor a perder todo el sacrificio y la inversión que se ha hecho por culpa de unos mamarrachos que ni siquiera entienden la responsabilidad histórica que tienen, y menos entienden lo que significa el Socialismo del Siglo XXI, cagándola desde cualquier espacio y oportunidad que ocupen dentro del Estado. Se sufre por la posibilidad de ver a nuestro país finalmente sumido en una invasión militar depredadora por nuestros recursos, aún después de tanta pela que hemos llevado y después de conocer toda la estrategia que se debió haber desarrollado y no se ha hecho. La arrechera vendría porque se pierda lo poco que hemos aprendido y que se esfume la posibilidad de aprender lo mucho que aún nos falta. Decepción por ver a quienes pudieron haber sido nuestros aliados en la reconstrucción del país, a esos profesionales que se formaron junto a uno y que todavía hacen falta para desterrar el cazarentismo (el origen real del verdadero problema), simplemente fundidos, peleando con molinos de viento y huyendo para abandonarnos, y ver entonces con impotencia que en el escenario del desastre, por falta de fuerza, lo único que cambió fueron los actores.

La otra desesperación la padecen en la oposición, gente que perdió aquella Venezuela chévere y además es arrastrada por una dirigencia que siempre les ha mentido, que los ha tenido engañados haciéndoles creer que todo el tiempo han sido mayoría, pero que este rrrRégimen maluco les ha arrebatado la felicidad a punta de trampa en las elecciones. Les ofrecen a sus seguidores cruzar el Niágara en bicicleta, como primera opción; en segunda opción, pedaleando a Marte y en tercera opción, pedaleando a Júpiter. Al final, la realidad es que no tienen ni la bicicleta y terminan reforzando la sensación de frustración que los lleva al desespero de preferir una invasión humanitaria gringa, desquiciados, creyendo que con eso vamos a recuperar a RCTV y la meritocracia retornará a PDVSA. No entienden que deben comenzar por reconocer la enorme cuota de responsabilidad que tienen en el desastre en que se ha convertido el país, en reconocer que las decisiones democráticas no se toman en una plaza pública, o pegando gritos por las redes o en guarimbas, sino en elecciones, en donde a pesar de la catajarra de auditorías que se hacen, todavía creen que les han robado los votos. Se tienen que convencer y aceptar que NUNCA han sido mayoría, ni siquiera en este momento, y comenzar a reconocer y a respetar al Gobierno, así no les guste, y las reglas de la democracia liberal (ah perdón, totalitarismo castrocomunista). También deberían de sacudirse a esa cuerda de mamarrachos malcriados, ineptos y entreguistas, para forjar un nuevo liderazgo que no se haya degradado tanto por efecto de los psicotrópicos.

Usualmente utilizo un ejemplo para describir la situación en la que estamos entrampados. Se trata de una competencia entre dos platos de sopa a ver cuál está más sabroso. Resulta que tu oponente se mea, se caga y escupe en tu plato, hasta te lo tumba, de forma que tu sopa llega a estar tan desagradable que pierde frente a la opuesta; y no porque la otra sea mejor. Así estamos: la dirigencia de la oposición destruye el país para que nos rindamos todos y optemos por algo diferente a lo que hemos decidido en las urnas por mayoría. Chantajean a los votantes con miseria y desesperación para que cambien su opinión respecto a lo que creen es mejor para el país. No se trata de argumentar sobre cuál sistema es mejor, sino de destruir la disidencia a punta de hambre. Y luego, claro, el culpable es el Gobierno. Y Maduro; y el comunismo.

A veces pienso, con un poco de tristeza y hasta desesperanza, si habrá valido la pena habernos metido en este experimento emancipatorio. Sobre todo si al final, irremediablemente terminemos metidos en un conflicto bélico que decidirá la salida por pura fuerza bruta, en lugar de la racionalidad y el entendimiento con el que siempre he intentado conducirme en la vida. O tal vez sigamos sumidos en esta sociedad fracturada que tanto sufrimiento nos sigue costando, distanciándome del contacto con personas que quiero, respeto o aprecio, pero con quienes no puedo compartir mis angustias sólo por diferir en la forma que tengo de entender los hechos. Y todo gracias al infortunio de haber nacido en medio de un mar de recursos estratégicos por los que las potencias imperiales se pelean para dominar al mundo.

La verdad es que este mundo parece una basura. Menos mal que aún nos quedan muchos momentos felices para vivir y bastante gente con guáramo para seguir en la lucha ideológica. Así sea de a poquito.

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