Un modelo económico fracasado

Vivimos en un mundo desequilibrado. Creemos que hay crecimiento sólo cuando percibimos un incremento en nuestro propio nivel de vida o de bienestar. Y también creemos que no puede haber bienestar ni felicidad en lugares donde no se percibe la seguridad social ni crecimiento económico. El progreso lo percibimos según la cantidad de dinero que nos queda en el bolsillo al final del mes, independientemente de si somos felices o no.

Entendemos que los países más desarrollados son aquellos que mejores servicios y seguridad social le dispensan a su población, un hecho que está muy relacionado con la productividad que tienen, medida otra vez en términos económicos, y lograda gracias a la tecnología que han desarrollado y al consumo de energía que registran. Es fácil constatar que los países más desarrollados del planeta son aquellos que tienen el mayor consumo de energía. De alguna forma y según esa métrica, la predominancia en el ámbito geopolítico también está determinada por el dominio tecnológico y la gestión energética que logran los países. Pudiera uno suponer que lo tecnológico es consecuencia de lo geopolítico: naciones organizadas con una mayor estabilidad social que les permite, entre otras cosas, una mayor productividad económica; por ejemplo. Cuando en la realidad, resulta que es justo al revés: la gestión energética y tecnológica es lo que condiciona la organización y la acción geopolítica. Todas las guerras en la historia de la evolución fueron, son y serán por el control de los recursos y, la energía entre ellos, como el más valioso de todos. Hoy, léase: petróleo.

El modelo económico predominante asegura que uno de sus éxitos es el nivel de vida y el bienestar que hoy disfrutamos. Aunque enterarse de esa buena noticia quizás apenas signifique que estamos en el pequeño porcentaje de la población a quien le llega ese éxito. Pero, ¿para quién será realmente un éxito este modelo: para quien lo conduce o para quien lo produce? ¿Dónde está el umbral para ese éxito?

Medimos el crecimiento y el desarrollo sólo en términos de cuánta riqueza se crea y cuánto dinero se mueve en la economía, desde ahí se asocia al engañoso bienestar ¿Cuánto debe crecer la economía para soportar el crecimiento de la población? Si la población crece un 3%, digamos, la economía debe crecer para al menos igualar ese número y darle cabida a la gente nueva en ese sistema. Nos ocupamos entonces de hacer rentable cualquier emprendimiento y lo calificamos en función de cuánto se invierte, cuánto se produce y cuánto se recolecta, para comparar al final con lo se invirtió. A ese balance se le llama rentabilidad. Si añadimos tres empleados al negocio, digamos un equivalente al 3% de la nómina, lo mínimo que espero como inversionista es un aumento en los ingresos que supere ese 3%, para que valga la pena el riesgo de añadir a esos 3 empleados. Claro, cualquier economista pensará que con esas cifras, o soy un capitalista pendejo o un comunista estúpido, nadie en su sano juicio tomaría una decisión tan altruista como esa en semejante piscina de tiburones. Pero esas sutilezas las abordé con más detalles cuando escribí sobre la plusvalía. Volvamos a la realidad.

Este modelo que se promociona por  los medios cree que es muy eficiente porque se basa en la avaricia humana, explica que aprovecha lo que considera una “virtud” (casualmente, uno de los siete pecados capitales) y la canaliza como el motor del riesgo, como la ventaja de haber contado con aquel temerario explorador que nos sacó de la sabana africana hace millones de años. Un cuatriboliao bien ambicioso que ve mejor que todos la oportunidad y le brinca encima, la agarra por los cachos y la domina, le pone el collar y la amarra, para obtener luego un provecho productivo que beneficia al resto de la sociedad. No todos tenemos tantas bolas ni ovarios. No todos mandan al jefe a la mierda y se construyen un imperio propio. Gracias a ellos es que la humanidad ha avanzado, dicen, lo que van dejando atrás es como un efecto que bautizaron Trickle-Down Theory, con el que muchos vamos a la saga de ese pionero bebiendo de las gotas de bienestar que se le chorrean. Si existe gente con mucha avaricia, excelente, una buena camisa de fuerza social es ponerlos a conducir empresas que generen mucha riqueza: mientras más avaricia, más riquezas; más mejor. Al fin y al cabo, la avaricia es parte inevitable de la naturaleza humana y es mejor mantenerla bajo vigilancia que dejarla suelta. Para eso basta con crear un Estado fuerte que le ponga riendas y unos cuantos esclavos que se dejen arrear. Los liberales saben mucho de esto, tienen el tino preciso de las riendas para que todo el milagro ocurra.

Quienes vamos a la saga y, gracias a la riqueza que repartió el Estado tuvimos la fortuna de la educación, el lumpen-lomito, nos encargamos de hacer eficiente el negocio aguas abajo a punta de tecnología y argumentos racionales; de procurar que las salidas sean siempre superiores a las entradas, sin importar lo que ocurra en el medio, o de si sea estructuralmente imposible hacerlo. Para eso, se externalizan costos que no se ven o inventamos cómo taparlos. La energía nunca se pierde, siempre se transforma. Los costos de las empresas se diluyen en contabilidades infinitas, se promociona lo favorable y se esconde lo no tanto, la energía atraviesa el proceso y se transforma en muchas cosas, desde productos terminados hasta daños ocultos al ambiente. En esas cuentas no se consideran la degradación del bioma terrestre; ni el calentamiento global; ni el agotamiento de un combustible que no es renovable; ni la factibilidad futura para disponer de los recursos materiales para la producción, que día a día son más escasos. Cada sistema de producción tiene sus partes, ya sea la de gestión energética (combustibles), la procura de materiales (minería), la mano de obra no especializada (esclavitud), y el estímulo al consumo desenfrenado (publicidad). En todos, se contabiliza lo que cuesta obtenerlos. Pero no se contabiliza lo que cuesta reponerlos, cuando se pueden reponer, ni lo que costaría la sustitución, cuando se agoten los que quedan. Ni hablar de la disposición de los desechos, un tema que tratan con mucho detalle y angustia en lo que se llama la Economía Circular.

En el balance mundial de la riqueza no se gana más de lo que ya hay, de hecho, más bien entiendo que malgastamos lo que tenemos ahorrado y además la repartición es cada vez más desigual. Me explico: la única riqueza verdadera que tenemos es la disposición de la energía que nos permite hacer las transformaciones indispensables para la vida. La energía entra a la Tierra desde el Sol, es la única fuente, esa contribución diaria es el único valor agregado a lo que ya tenemos. La energía que usamos hoy no es la que estamos recibiendo, sino la que ya tenemos ahorrada. El éxito cacareado no es del modelo económico predominante, como tanto nos quieren hacer creer, sino que es de la posibilidad tecnológica de aprovechar una avalancha de energía para todo lo que emprendemos, la que proviene en más del 85% de un inmenso ahorro que la Naturaleza y el Sol hicieron por nosotros durante millones de años (los hidrocarburos), junto a un suministro más continuo y estable que no llega ni al 5% de lo que gastamos. Podemos salir a pescar en grandes cantidades, como si fuera un gran progreso, porque tenemos energía fósil para mover los barcos y arrastrar grandes redes; podemos buscar minerales en el subsuelo, bien profundo y hacer bastante dinero, porque tenemos combustibles fósiles y enormes palas mecánicas; podemos cultivar muchos granos, criar animales y producir alimentos a gran escala porque producimos fertilizantes sintéticos y nos movemos con maquinarias que consumen combustibles fósiles. Nos percibimos indetenibles porque tenemos mucha energía disponible. Todavía.

Buena parte de los descalabros sociales que ocurren en la actualidad son porque estamos demasiado arrecostados del beneficio por la energía extra que nos proporcionan los hidrocarburos. Las tensiones sociales se distienden a punta de billete que sale del aire, no de la producción, creando deudas públicas que se saben son impagables. Eso lo saben (supongo), los conductores del sistema que nos asegura es exitoso y el resto nos hacemos los locos. Los humanos hemos distorsionado nuestra visión de la supervivencia porque la diferencia entre lo que tendríamos que trabajar para producir nuestros alimentos y la transformación que realmente hacemos en el ambiente para lograrlo, sale del extra de energía que viene con los hidrocarburos. Una economía mundial en donde pocos producen alimentos para muchos es posible sólo porque hay una maquinaria que lo hace con combustibles. Más del 50% de los alimentos en el mundo son posibles hoy únicamente porque existe el petróleo: fertilizantes, bombeo de agua, maquinaria agrícola, cosechadoras, etc. ¿Quién ha cultivado en su casa un pimentón tan grande como los del automercado?

Con ese cuento del modelo exitoso que se reinventa pero siempre es el mejor, supuestamente, tenemos el caso del Gobierno estadounidense que inundó de billetes su economía doméstica para dilatar el conflicto social que ya estaba rodando por un gigantesco déficit interno de consumo, acrecentado ahora por el frenazo de la pandemia y la cuarentena. Ocurre ahí y en todos lados, que la gente encerrada en sus casas pasó de producir y consumir, a sólo consumir. Se vieron forzados en ese país a repartir una montaña de dólares sin producirlos, sino a partir de la creación de más deuda pública, para que la gente no se le amotinara puertas adentro, porque todos esos “productores” encerrados en la casa viendo televisión tienen que seguir comiendo para vivir; al igual que en el resto del mundo. Porque todos estamos en las mismas. Ese montón de dólares virtuales no sólo afecta el valor real de la moneda puertas adentro, que ya es una crisis por sí sola, sino que también lo hace en el mercado globalizado de alimentos, que incrementa sus precios mientras los compradores mantienen la misma dificultad para conseguir esos dólares ya devaluados. No es que el precio de un kilo de arroz vale más dólares, sino que para producir el mismo kilo, se necesitan más unidades de una moneda que ahora vale menos. El porcentaje del incremento en los precios de los alimentos, según la FAO, y en general en todo el mercado globalizado, es un buen indicador del porcentaje de devaluación que ha sufrido la moneda con la que se comercia. El kilo de arroz no subió de precio, lo que ocurrió fue que el valor de dólar bajó. El valor de cualquier moneda de intercambio mundial es un indicador relativamente bueno del costo de la energía asociada para producir el bien que se transa. No importa si eso se entiende o no, el equilibrio económico en el mundo responde principalmente a esa relación. Por cierto, un equilibrio que nunca se alcanza de forma instantánea cuando ocurren las perturbaciones, sino que media un período de asentamiento que retrasa el efecto, tanto de subida como de bajada, en una condición que aprovechan para aumentar sus ganancias los vendedores (commodities) y los que comercian con las divisas (Forex). Este parasitismo económico no productivo opera en todas las escalas, desde la venta de petróleo y armas hasta el bodeguero de la esquina.

Que la gente se amotine por descontentos es previsible, la comida está ahora más cara y más escasa, se come menos y peor, hay muchísimas más dificultades para producirla y para transportarla: cuarentena de los trabajadores, largas sequías, calentamiento global, migraciones forzadas, cualquier cantidad de trabas desde la semilla hasta la boca. Los países que viven principalmente del turismo, por ejemplo, están pasando roncha porque sus entradas se vinieron al suelo, se quedaron sin riqueza para intercambiar por comida. Los países que viven de las maquilas que producían estupideces de consumo masivo también están afectados, porque ya no tienen ni siquiera los miserables ingresos que al menos les entraban hace unos tres años. El descontento social se está incrementando y es hasta natural que ocurra, porque la gente se desespera al no conseguir la comida que necesita para vivir, por costosa y por escasa. Y lo más miserable de esta situación es aprovechar desde un discurso político ese descontento natural para agitar las pasiones de gente que ya está convulsionada, claramente por razones que no tienen que ver con modelos económicos sino con trastornos económicos de escala planetaria. Por ejemplo, los más de 30 países que hemos sido sancionados unilateralmente por la OFAC-USA, para torcernos el brazo según explica Obama, ahora somos más malucos porque el incremento en la miseria de nuestra población es más que nunca culpa de nuestros regímenes de terror. Es el colmo del cinismo.

¿Qué pueden hacer los Gobiernos en estas circunstancias? No queda mucho margen de maniobra. Sin embargo, muchos payasos recurren a la gastada retórica del eje del mal y estupideces como esas, acusando a los demás de modelos fracasados y regímenes de terror (mientras ellos tampoco saben cómo aguantar la avalancha interna). No ven la viga en el ojo propio. Lo esencial, es invisible a los ojos, como dice El Principito. El terrible “sálvese quien pueda” que todos tememos en los genes sigue siendo la única opción que hemos tenido y seguiremos teniendo para sobreponernos a la faena de la supervivencia, es la única regla que rige y regirá la evolución de todas las especies; incluyendo la nuestra. Se extinguen quienes no la entienden. Ahora, lo que no debería ser válido, y no porque no sea posible sino porque no es ético, es encaramarse sobre alguien más para ascender. Las primeras reglas de la convivencia humana, las que seguramente fueron base ideológica para las religiones y conforman el constructo de la ética, nos hablan de la solidaridad, de la compasión, de la cooperación, de la subordinación de todos a un objetivo o “Ser” supremo que se alcanza en el infinito, y que conocemos sólo cuando respetamos esas reglas. La supervivencia de una especie es trascender el tiempo hasta el infinito. Las reglas son la caracterización del respeto al valor de los demás. Para sobrevivir, cada quien debe hacer lo que pueda por su propia cuenta, sin arrecostarse, sin esclavizar a nadie y respetando el esfuerzo que hagan los demás. El esfuerzo solidario, compasivo y cooperante ayuda a lograr el objetivo supremo.

La ayuda no se pide, se ofrece, y el modelo ese del fulano éxito que nos gotea nos enseña a cobrar por eso, por ayudar al otro: por la plata baila el mono. El verdadero fracaso es seguir creyendo en ese modelo.


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